La campana rompe la monotonía del
mediodía, que como un témpano gigante nos tenía sumidos a todos los estudiantes
del salón de clases en una suerte de media vida. Todos ellos rápidamente se
concentran en el umbral de la salida, y se atascan en un embotellamiento
similar a los del tráfico de mi ciudad en las horas pico. Los observo, con la
compasión propia de aquellos que se saben superiores a los imbéciles, desde mi
escritorio, y una vez me veo liberada de la penosa obligación, digo, la de
esperar a que los chicos comprendieran que saliendo uno por uno terminarían por
estar fuera del aula todos en menos tiempo del que lo conseguirían tratando de
pasar de a 5 simultáneamente, tomo mis pertenencias y abandono también el
recinto académico.
Admito que mis sentidos, sobre todo mi
tacto, se encuentran ávidos a todo lo que acontece a mi alrededor, esto debido
a la desgraciada experiencia que hace unas horas había experimentado por culpa
de Brandon. Me siento un charco de agua, que ante la más mínima perturbación en
un punto, tiembla sinuosamente por igual en toda su superficie. Mis emociones
se encuentran a flor de piel. Así que se comprenderá la evidente turbación que
experimento cuando estas palabras rompieron el silencio que imperaba justo
antes del corredor principal:
-Racha, quisiera conversar algo contigo.
Quedo petrificada al reconocer ese
timbre, y lo confirmo cuando me doy media vuelta. Richard, el capitán del
equipo de fútbol de la universidad. 18 años de edad, cursa el penúltimo grado
del instituto, un año por debajo de Tracy y yo. Toda una promesa del deporte
estatal. Y vaya que su cuerpo refleja su esmerado atletismo. Mide 6 pies con 4
pulgadas de altura, rubio, mejillas sonrosadas, rostro cuadrado, casi esculpido
en piedra, con cada facción perfectamente labrada. Tenía músculo hasta en los
músculos. Tiene muchas cualidades como para que cualquier chica se fije en él…
quiero decir, cualquiera menos yo. Respondo sin siquiera dedicarle la mirada:
-¿De qué? Ni siquiera estudiamos en el
mismo año.
-No tienes por qué ser tan ruda,
florecita.
-Dime de una vez qué es lo que quieres…
-Bueno, Racha, tú sabes que hace ya 2
meses que rompí con Elisa. Sí, fue muy triste
porque yo me encontraba muy enamorado, pero ella tenía que cambiar de
instituto porque su padre le ofreció pagarle un privado y...
-Directo al grano, mi tiempo vale.
-¿Tienes este fin de semana libre?
Mis pupilas se dilataron. El viento de
golpe se calló, todo lo demás se quedó atrás: el sol del mediodía que se colaba
por los ventanales, el sonido de los autos circulando por la entrada, los de
primer año conversando entre ellos sólo a unos metros de distancia. Debo
admitir que tengo cierta debilidad por Richard y que en más de una ocasión se
ha hecho evidente, pero eso le pasa a cualquier chica. No quiere decir que me
guste ni nada por el estilo. Es atracción, así de simple, así como hay gente
que siente devoción por la novela María, pero que ni piensa hojear la poesía de
Jorge Isaac ¿Me explico? Además, como ya lo dije antes, me encuentro un poco
susceptible, así que con la misma templanza de antes rechazo categóricamente al
chico:
-No, debo hacer labores en mi casa y
prepararme para los parciales que se avecinan.
-¿Y si quisiera acompañarte hasta tu
casa?
-Haz lo que quieras. A fin de cuentas, la
calle es libre.
-Está bien. Vivo por la estación 5 del
metro.
-Vivo por la 7.
-Es decir, me acompañarás hasta que yo me
baje. Maravilloso.
-No es que quede de otra.
Una risa fue toda la respuesta que
obtuve. La jovialidad de la sonrisa de Richard, sin embargo, no conseguía
aplacar el peso de mi mentira. Mi casa ni siquiera queda en la vía del metro.
Otra Racha fue la que habló por mí. No soy una moralista radical, pero me
resulta molesta la mentira, y mucho más cuando no es un asunto demasiado
importante lo que le da origen. Quizás fue un capricho del titiritero del
destino, que decidió mover mis hilos estratégicamente para abrir paso a nuevos
acontecimientos, que mis limitadas capacidades no me permiten apreciar desde el
momento presente.
Ya al frente de la estación, se cayó mi
teléfono. Tal parece que he dejado el bolso con la cremallera medio abierta. Me
dispongo a recogerlo, no sin cierto recelo de ponerme de cuclillas para evitar
exponer mi retaguardia, recordando lo acontecido hacía unas pocas horas, y no
reparé por ver al piso en que Richard también se agachó caballerosamente para
pasarme mi celular, y sólo me percato de ello cuando subo la cabeza, y nuestros
rostros se encuentran frente a frente, separados por menos de un palmo de
distancia. Siento su cálido aliento, que al mismo tiempo es mío, entibiar las
comisuras de mis labios, y nopuedo evitar que mis pupilas titilen en sincronía
con el brillo de los ojos azules de Richard, parecía ser un momento perfecto para
un beso. Qué lástima que yo no sea de ese tipo y que haya decidido voltear
abruptamente y levantarme como si no hubiera pasado nada.
Mierda, me encuentro demasiado extraña
hoy. Debo estar en mis días, no es de extrañar haber perdido la cuenta con las
presiones académicas últimamente. No, no es sólo el período. Nunca pienso en
esto, pero a decir verdad, con una frecuencia demasiado irregular como para ser
catalogada como periódica, me veo atrapada por extraños ciclos hormonales, en
los cuales me vuelvo toda una trampa de osos: el más mínimo contacto de una
fiera hace que me descontrole, y cierre mis fauces violentamente. Más supongo
que todas las mujeres vivimos con ello: no somos bestias sin libre albedrío. No es nada que no pueda controlar: he pasado
por esto desde que dejé de ser una púbera, y no ha acontecido nada de lo que me
pudiera arrepentir hasta ahora, ¿Por qué habría de ser distinto en esta ocasión?
Ha llegado el metro. Sin aún expresar
palabra alguna, accedo al vagón y me percato de que se encuentra completamente
solo. Definitivamente, los caminos de la vida me habían llevado a una calle
ciega. No soportaría mucho más esta situación, dado que la intimidad, y el
espléndido físico y porte de Richard me hacen un tanto susceptible. Debía
buscar una evasiva a aquella tentadora situación. Iba a bajarme del vagón y a
esperar el siguiente, pero cuando me doy la vuelta y me dispongo a retornar al
andén, justamente llega un trabajador del metro y coloca un letrero con
pedestal, cuyo mensaje señalaba que, por concepto de mantenimiento, ese sería
el último tren del día. Me debí resignar a la peligrosa coyuntura, y allí
estaba él, sonriente y confiado, como si nada pasara, como si no tuviera una
idea de lo loca que me tiene, no, no él, que quede claro, más bien, este
estúpido ímpetu del que me inviste esta maldición que nos visita a todas una
vez al mes. Tomando un asiento alejado de Richard, guardo silencio y observo
por la ventanilla el paisaje en movimiento, indicio de que ya había partido el
tren y dejaríamos la estación en unos breves instantes.
-Racha, ¿por qué me tratas así?
-¿Y cómo quisieras que te tratara?
-Sería bonito si fueras menos agresiva
con los hombres, pareces marimacho.
-¿Crees que me importa lo que sólo tú
pienses de mí?
-No soy sólo yo. Muchos de hecho lo
creen, y bueno, yo soy uno de ellos.
-¡Nada de eso! El hecho de no ser barata
no implica que no me gusten los chicos.
-Como quieras, machito.
Eso último me hizo refunfuñar, pude
percibir el silbido que emitía la olla de presión de mis sentimientos y estuve
a punto de abalanzarme encima de Richard y arañarlo todo, pero con una sola
mano él podía detenerme a una distancia de su integridad equivalente a la
longitud de su brazo. Estaba loca de frustración, rumiaba y empujaba, arañaba y
vociferaba, pero no parecía afectarle en gran manera a Richard, que sólo me
retenía allí donde me tenía. El enojo terminó por abrirle paso a la impotencia,
y la impotencia a la tristeza, dejé de intentar agredir a Richard y me derrumbé
en llanto. Ni yo misma comprendía qué rayos me estaba pasando. Quizás el
influjo del día, la nalgada de la mañana, y ahora, me quedo con Richard a solas
en un vagón. Me sentía demasiado estúpida, todo lo que quería era que me
tragara la tierra. Pero en vez de los subsuelos abrir sus fauces y envolverme
en la oscuridad, me envolvieron unos gruesos y firmes brazos con suavidad. No
podía creer lo que estaba aconteciendo. Mi tristeza, se tornó menos dolorosa, e
incluso un poco agradable. Richard, sin decir una sola palabra, me consolaba,
en el idioma de las almas. Finalmente, Richard rompió el silencio y dio inicio
a una conversación que traté de mantener aún con la voz gimoteante.
-Está bien, lo siento, admito que me
excedí. Pero, ¿Por qué me odias? ¿Por
qué eres tan evasiva con las personas? Si eres lesbiana me lo puedes admitir,
no se lo diré a nadie.
-No, no soy lesbiana, solamente que no
quiero ser como las demás, no voy a andar con cualquiera, no soy como ellas, y
bueno, tú pones en riesgo ese proyecto de persona que me he planteado ser…
-Ya. Pero, ¿Por qué tanto esfuerzo en ser
distinta? Sólo sé tú misma.
-No sé qué me hace pensar que me pudieras
comprender, no eres del tipo de hombres que se fijan en las estudiosas.
-¿Y qué te hace pensar que no puedo estar
interesado en ti?
La dirección del bombeo de mi sistema
circulatorio casi se invirtió apenas escuché esa pregunta. Un sobresalto enorme
me invadió, y se disipó de mi voz todo rastro de pena. Traté de decir algo, ya
más confiada, pero Richard continuó:
-Me gustas, Racha. Y me gustas mucho. ¿Te
gustaría ser mi novia?
Sí, ya sé que esto ha sido demasiado
pronto, y que un mal día lo tiene cualquiera, pero nunca me había pasado en mi
vida algo como esto: el chico más guapo de la escuela se ha fijado en mí, ¡en
mí! Y ha logrado ablandar mi coraza, y tocar mi corazón en un momento. No creo
en astrología, pero si creyera, me atrevería a afirmar que la bóveda celeste ha
confabulado hoy para mi favor. No me juzguen por no haber pensado en aquel
momento: sólo quería catar de esa agua que toda mi vida yo misma me había
negado, anhelaba saber lo que era el amor. Mis labios se aproximaron a los
suyos, pero a menos distancia que hacía un rato, y entonces, me detuve. Pero
Richard fue el que dio los pasos restantes, y mis labios recibieron su primer
beso de amor. Los labios rosados de Richard tenían la textura tersa de los
pétalos de rosa, y la humedad de mi brillo labial los dejaba impregnados de los
mismos reflejos de luz que hacen notar el rocío sobre los campos en los
amaneceres de primavera. Cerré mis ojos, e hice caso omiso del sonido de las
ruedas avanzando sobre los rieles, para que sólo mi tacto, mi olfato y mi gusto
se abrieran a las vívidas experiencias que debería atesorar para siempre en mi
corazón. Le quería para mí, lo abracé y
lo tomé como si quisiera fundirme con él.
Richard, sin zafarse de mi abrazo, se
empezó a inclinar haciéndome reclinar en los asientos mullidos del medio del
vagón. No me resistí, y colaboré del mismo modo en que las olas de la bahía,
que llegadas a su punto más elevado, empiezan pacíficamente a bajar su cresta
hacia el mar nuevamente justo antes de colapsar en la orilla durante un clima
sosegado.
Finalmente, su boca dejó de prender la
mía, y abrí mis ojos, solamente para encontrarme con sus dos firmamentos, y
entonces fue que me di cuenta de que no tenía escapatoria, porque había dejado
de ser presa de sus labios, su lengua y
sus dientes, para ahora quedarme atrapada en su mirada de precioso color. Uno
de sus ojos me dio un guiño, y los vellos de mi nuca se erizaron, al tiempo que
los músculos de mi espalda se terminaron de relajar y acomodar en los cojines.
Casi me sentía una vulnerable Caperucita Roja, en manos de un Lobo feroz por el
que, sin lugar para hipocresías, sentía deseos vehementes de ser comida, por
esos colmillos que suavemente mordisqueaban el lóbulo de mi oreja, y deseaba
ser saboreada por esa punta de lengua que recorría las venas de mi cuello. Mis
uñas se clavaron casi de manera violenta en el asiento.
Sus manos,sin pedirme permiso ni perdón,
abrieron 2 botones de mi blusa, y empezaron a estimular mi tórax, pero
solamente por la parte de arriba: aún sin sacar mis senos, las yemas de sus
dedos explorando la planicie de mis hombros me llevaba a tierras desconocidas
por las demás mujeres. Miré hacia el techo, y francamente, desdeñé a las nubes,
al Sol y a las Galaxias que se encontraban arriba de nosotros: yo les había
superado, porque había emprendido un
vuelo muy lejano, tanto así que los dominios de la ciencia le son ajenos.
Mi amante susurraba cosas tiernas a mi oído,
cosas que desencadenaban aún más salvajismo dentro de mí, y eliminaban todo
atisbo de razón, que pudiere referir a la prudencia que se debe guardar en un
lugar público. Me estaba volviendo loca, loca de irracionalidad, y loca de
placer. Supliqué mentalmente que subiera la intensidad de sus caricias, y
marcara con sus estímulos por vez primera mis pechos ignotos de cualquier
sensualidad masculina. No tuve que poner verbalmente de manifiesto mis
pensamientos, porque Richard procedió a aflojar mi sostén, y mis pechos quedaron libres. Me sentí el esclavo
al que se le despoja de los grilletes por vez primera en su vida: la euforia
que mi corazón sentía se confundía con la excitación que se hacía sentir
psicológicamente en forma de una aurora boreal de sentimientos, y físicamente,
por la humedad que experimentaba entre mis dos piernas. Richard tomó mis senos
como un niño que recoge 2 limones de un árbol, y empezó a masajearlos, a sobarlos,
a darles vueltas, a juguetear con ellos, y a la verdad, yo, bueno, yo ya había
dejado de ser humana. Ahora por fin me sentía una leona que libre puede correr
por la selva, pero al mismo tiempo, le veía a él como mi león, mi auténtico
dueño, el que ha logrado seducirme, sólo faltaba una cosa para la plenitud: la
certeza de ser correspondida. Como no solamente hablaban nuestras almas en
aquel momento, sino también nuestros cuerpos, creí que el suyo sería cómplice y
como una Celestina, daría razones a mi saber de su amor.
Solté con la mano izquierda el desgarrado
forro de plástico del asiento que era nuestro lecho de amor, y aproximé mi
agarre a su entrepierna: se encontraba firme y húmeda, de manera semejante a la fruta madura recién cosechada. Eso, y que
mi grito de emoción hubiera sido acallado por un beso violento de lengua
terminaron ocasionando que llegara al clímax, al límite de todos los placeres
que hubiera podido experimentar en mi vida. Una especie de sexto sentido dibujó
imágenes no visuales, y aromas gratos no perceptibles por el olfato directo a
mi psique. Todo mi yo se descontrolaba
cual caldera a punto de explotar, las coyunturas de mi ser estuvieron a punto
de ceder, y de hacerme desarmar violentamente. Estaba a punto de tocar el máximo
punto, pero fui devuelta a la tierra por el altavoz:
“Estación
5, en breve. Por favor, prepárense estimados pasajeros.”
-¡MIERDA!
Alcanzamos a exclamar al unísono,
mientras nos vestíamos rápidamente y secábamos con un pañuelo de Richard los
fluidos que mi cuerpo dejó en el plástico del asiento. Una vez hubimos
acomodado todo para que solamente Dios quedara como testigo de lo que pasó en
ese espacio, nos miramos nuevamente sólo para reírnos de todo, y abrazarnos una
vez más.
-Te amo, Racha.
-Yo también te amo, Richard.
Finalmente, se abrieron las puertas en la
estación 5, y Richard se bajó y despidió de mí con efusividad, dejando a una
solitaria Racha que no sabía cómo pudo haber vivido toda su vida sin la
felicidad de sentirse amada, cómo comportarse al día siguiente, o por lo menos
cómo devolverse a su casa si ella vivía antes de la estación 4.
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