jueves, 15 de agosto de 2013

Cuando Las Pantaletas Se Sequen - Vestigio XV: Dei Irae

Capítulos Anteriores 
I. Fotogramas
II. Naturaleza Muerta
III. Canto de Sirenas
IV. La Rosa Deshojada
V. ¿Más Allá? ¡No, Aquí y Ahora!
VI. Hermosa, Pero Con Espinas
VII. Sacrilegio
VIII. Pasado, Presente y... ¿Futuro?
IX. Solo Vienes, ¡Solo te vas!
X. Un Martini para el Infierno
XI. Perfección
XIV. Demasiado Inteligente para Vivir

Un destino se trunca por la mano de la desgracia. Y el odio no dará lugar al perdón.


 Permítame el lector retornar a una escena algo oscura descrita hace algún tiempo, que en el flujo de acontecimientos de la literatura cambia de manera vertiginosa a un solo segundo, en la cual dos inocentes criaturas quedaban a merced de un lobo vestido de oveja. El padre Anselmo le había hecho un grandísimo daño a la niña, a la cual una vida no le bastaría para lavar la inmundicia de su corazón. Lo peor, era que su amigo lo había visto todo. Cuánta vergüenza. Cuánto asco sentía la infanta de sí misma. ¿Que estaría pensando el chico de ella?

Eso no importaba. Lo decían los vacíos ojos del niñito, como el cielo se vacía de estrellas ante el alba, que cual fuego que se propaga por el lino, llenaba de azul el violáceo firmamento que ahoga a esos únicos testigos de la noche que son los astros. Presenciar un espectáculo así era, para una mente tan vulnerable como la del niño (que de paso no era muy inteligente), como un terremoto de 9.1. Devastado quedó, y sin poder moverse, observaba impávido la escena.

El cruel sacerdote tuvo el mismo fuego en los ojos que seguramente tuvo Judas Iscariote cuando aceptó su pan, y en ese preciso instante, entró el demonio. Fijamente veía al varoncito, que no podía huir por su estado de shock.

La niñita, por otro lado, entendía que algo debía ser hecho. Lo que le habían inflingido a ella, no podía más nunca repetirse para nadie que ella llegase a conocer en su vida, y ella compartía un nexo de hermandad con ese joven que, si bien no estaba vinculado a ella por ninguna virtud, ni por inteligencia o belleza alguna, tenían en común un lazo más fuerte que el de la sangre: el lazo del dolor.

Atados estaban, el uno al otro, ella a él, y él a ella, para siempre. Lo que Dios une nadie lo separa, es verdad, pero también lo que el dolor une, ni siquiera todo el infierno junto es capaz de dividirlo. Desde el nacimiento experimentaron juntos la primera pena: la ausencia de sus padres. ¿Qué dolor más grande puede haber que no contar con tus progenitores cuando naces? Ninguno. ¡Ah, sí! El que aquel clérigo de Belcebú le había originado a la pobre jovencita. Luego, la enfermera, intento de la providencia de sustituir a sus padres, les falló también. ¿Puede haber una calamidad más grande que perder a tu familia por segunda vez? No lo creo. ¡Pero ella sí lo cree: su vida a partir de hoy será la más grande de las calamidades!. Innumerables privaciones han compartido su compañero de vida y ella. En las buenas y en las malas se han dicho, inclusive desde la más tierna edad que desconoce el habla: “lo mío es tuyo y lo tuyo es mío”. Lazos de amor, ese debe ser el amor, que nunca conocieron de padres ni de otros amigos, porque nunca tuvieron el suficiente tiempo con los demás, que por azares del destino parecían ser escogidos por los adoptantes con mucha mayor celeridad que ellos dos. Amor y dolor. ¿Son estos los únicos hilos que pueden unir dos almas? No lo creo.

El tercer lazo había sido conocido por esta niña. Estaba permanentemente amarrada a la vida de ese sacerdote. Ese sujeto que le ha originado la mayor de todas las injurias que puede recibir una mujer en esta tierra. ¿Pero por qué? Su camarada estaba unido a ella por el amor, y por el dolor. Sin embargo, cada mañana al verlo, no observaba al chamito feo y más tapao que un grano de Beyoncé que todo el mundo encontraba en él. Ese chico era su madre, su padre, su amigo, su todo. Ese muchachito, era lo más precioso que tenía la chica en el mundo. Pero al pensar en el padre Anselmo, un lúgubre sentimiento llenaba a nuestra protagonista. El tercer lazo, señoras y señores, es el odio.

Odio, amor y dolor. Una mezcla de la cual nada bueno podría salir. En cuestión de segundos, todo pasó. Sencillamente, no podía permitir que el muchachito fuese lleno de la misma porquería que ahora rebosaba el alma de ella.

El cadáver yacía tendido en el suelo. Un charco de sangre fluía desde su roto cráneo y teñía de un carmesí siniestro el tapiz de la Virgen que como una piel cubría el suelo de la oficina del orfanato. Ese contradictorio y bizarro panorama era contemplado con horror por los ojos de la madre Ofelia, quien era la única que tenía derecho a la palabra, a pesar de estar un comisionado en la escena del crimen. 

-¿Qué tienen que decir?

-¿Quién fue?

Nadie contestaba la pregunta. Los dos miraban hacia el suelo, cabizbajos. A la verdad, no sé si por la ignorancia del hecho de que la legítima defensa justifica un homicidio, a la chica le daba miedo contestar esa pregunta. Pero la sangre del padre Anselmo clamaba por justicia a los cielos. Entonces, él habló, con tono sepulcral:

-Yo lo he matado, madre Ofelia.

-¿Por qué has hecho esta barbaridad? ¡Enfrentarás la ira de Dios por esto, tal como Caín!-acosó la monja. El niño dudó unos instantes en responder, aterrado por la maldición, y alcanzó a decir:


-Estaba haciendo lo que no debía-Posterior a ello, se hizo un examen ginecológico a la niña, y lo que al ingenuo muchacho se le ocurrió decir adquirió un muy mal significado con los resultados. Eso se le sumó a la culpa del homicidio del padre Anselmo. A ustedes les parecerá que fue muy grande la impericia de la policía que investigó el caso, pero la verdad triste es que la Iglesia Católica Apostólica Romana es una institución muy poderosa, y el CICPC una institución muy corrupta. Además, lo que el joven confesó, sumado a las desgraciadas circunstancias que se presentaron esa noche (no mencionamos además el hecho de que cualquier acusación al difunto desataría un escándalo contra el Vaticano, que sería el primero a gran escala en Venezuela) lo hacían parecer (o al menos hacían que conveniese que pareciera) altamente culpable y no hizo demasiada falta maquillar la cuestión. Así, nuestro amigo pasó 5 años de su vida en un retén de menores, para luego ser trasladado a la tristemente célebre El Rodeo I. Y ya nos imaginamos como recibieron al probable culpable de la violación de una chica. Todos sabemos la fuga masiva que se produjo en esa cárcel, y ello fue la oportunidad de empezar de nuevo para nuestro amigo. Por circunstancias de la vida, escapó en un camión que le dejó botado en La Victoria, por la Calle Páez, justo al frente de la Clínica La Fontana. De aquí solo diremos que le agarró el gusto a las “bienvenidas carcelarias”, que además le resultaron muy lucrativas.

¿Quiénes son estos niños?
¿Qué pintan estos personajes en nuestra historia?
¿Cuánto le habrán pagado al chico en La Fontana?

No te pierdas el paradero de Elsy en el vestigio que viene!

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